Mi relación con la comida cambió cuando recibí ayuda de mi psicóloga

Recuerdo con claridad el día en que decidí buscar ayuda profesional. Durante años, había lidiado con una relación complicada con la comida y mis hábitos alimenticios eran erráticos, oscilando entre períodos de excesos y momentos de privación. Sabía que necesitaba un cambio, pero no estaba segura de cómo lograrlo, por lo que fue entonces cuando decidí acudir a una psicóloga, y esa decisión marcó un antes y un después en mi vida.

Desde la primera sesión, me sentí acogida y comprendida ya que la psicóloga, una mujer amable y atenta, me hizo sentir en un espacio seguro, donde podía hablar abiertamente sobre mis sentimientos y mis luchas. Comenzamos a explorar la conexión entre mis emociones y mis hábitos alimenticios y ahí me di cuenta de que a menudo comía en respuesta a mis emociones, ya sea para celebrar algo bueno o para consolarme en momentos de estrés y tristeza. Este descubrimiento fue revelador y, sin duda alguna, me ayudó a entender que mi relación con la comida era más emocional que física.

A través de nuestras sesiones, aprendí sobre la importancia de la atención plena, o mindfulness, en la alimentación. Patricia Sánchez, mi psicóloga, me enseñó a prestar atención a lo que comía, a disfrutar cada bocado y a reconocer las señales de hambre y saciedad de mi cuerpo, puesto que antes solía comer de manera automática, a menudo frente a la televisión o mientras trabajaba, sin prestar atención a lo que realmente estaba ingiriendo. Ahora, cada comida se convirtió en un momento de reflexión y conexión conmigo misma y aprendí a masticar lentamente, a saborear los sabores y a apreciar la comida como una fuente de energía y nutrición, en lugar de un simple placer momentáneo.

A medida que avanzábamos en el proceso, también comenzamos a identificar mis patrones de pensamiento negativos y me di cuenta de que muchas veces me castigaba por lo que consideraba «malas elecciones» alimenticias, y eso me llevaba a una espiral de culpabilidad y restricción. La psicóloga me ayudó a desafiar esos pensamientos, a ser más compasiva conmigo misma y a entender que todos tenemos altibajos. Aprendí que un «desliz» no definía mi valor ni mi progreso, y que era perfectamente normal disfrutar de un trozo de pastel o de una pizza de vez en cuando.

Otra parte importante de mi proceso fue la planificación de las comidas y, juntas, desarrollamos un plan de alimentación equilibrado que incluía una variedad de alimentos saludables, pero también espacios para las indulgencias. Aprender a planificar mis comidas no solo me dio un sentido de control, sino que también me ayudó a evitar decisiones impulsivas cuando tenía hambre. Además, la psicóloga me animó a experimentar con nuevas recetas y a incluir alimentos que nunca había considerado, lo que hizo que la cocina se convirtiera en un lugar de creatividad en lugar de una fuente de estrés.

Con el tiempo, noté cambios no solo en mi relación con la comida, sino también en mi bienestar general, ya que me sentía más enérgica y menos ansiosa. La práctica del mindfulness y la atención a mis emociones me ayudaron a gestionar mejor el estrés, y eso se reflejó en mi alimentación. Ya no recurría a la comida como una vía de escape; en cambio, había aprendido a buscar otras formas de lidiar con mis sentimientos, como el ejercicio, la meditación y la escritura.

Cada vez que salía de una sesión con la psicóloga, me sentía más empoderada y confiada en mi capacidad para tomar decisiones saludables. La terapia me proporcionó herramientas valiosas que aplicaba en mi vida diaria y a medida que mi relación con la comida se fortalecía, también comenzaron a florecer otras áreas de mi vida. Me sentía más segura en mis interacciones sociales, me atreví a probar nuevas actividades y, sobre todo, me di cuenta de que podía disfrutar de la comida sin culpa.

Mirando hacia atrás, puedo decir que acudir a la psicóloga fue una de las decisiones más transformadoras que he tomado. No solo mejoró mi alimentación, sino que me enseñó a valorar mi bienestar emocional y físico y, por supuesto, aprendí a cuidar de mí misma de una manera que nunca había considerado posible. Ahora, cada bocado es una celebración de la vida, y me siento agradecida por la oportunidad de haber recorrido este camino hacia una relación más saludable y amorosa con la comida.

¿Qué provoca en nuestro organismo una mala alimentación?

Una mala alimentación puede tener diversas consecuencias negativas en el organismo, afectando tanto la salud física como la mental. En este sentido, algunas de las problemáticas más habituales son:

  • Obesidad: una dieta alta en azúcares, grasas saturadas y alimentos procesados puede conducir al aumento de peso y, eventualmente, a la obesidad. Esta condición se asocia con un mayor riesgo de desarrollar enfermedades crónicas como diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y ciertos tipos de cáncer.
  • Enfermedades cardiovasculares: el consumo excesivo de grasas saturadas, colesterol y sodio puede elevar los niveles de colesterol en sangre y la presión arterial, aumentando el riesgo de enfermedades del corazón y accidentes cerebrovasculares.
  • Diabetes tipo 2: una mala alimentación, especialmente la que incluye altos niveles de azúcares añadidos y carbohidratos refinados, puede contribuir al desarrollo de la resistencia a la insulina y, eventualmente, a la diabetes tipo 2.
  • Problemas de salud mental: la alimentación también influye en la salud mental. Estudios han demostrado que una dieta deficiente en nutrientes puede estar relacionada con un mayor riesgo de depresión y ansiedad. Por el contrario, una alimentación equilibrada, rica en frutas, verduras, granos enteros y ácidos grasos omega-3, puede ayudar a mejorar el estado de ánimo.